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ningún sueño, su padre aún apoyaba una mano en su cabeza.
El doctor Cuenca murió el 23 de diciembre de 1912. Un aviso de Daniel llegó a la Casa de
la Estrella once días después. La sensación de miedo que había padecido cuando lo man-
daron al colegio y que sólo superó a los trece años tras pasar una noche en el panteón,
volvió a tomarlo por completo. Estaba solo y perdido como nunca desde entonces. Josefa
fue al hospital con la noticia y Emilia quedó encargada de contársela a Diego. Hacía rato
que su mujer se resistía a enfrentarlo con nuevas catástrofes, no sabía de dónde había sa-
lido ella con esa debilidad, pero sabía muy bien que ni de política ni de pérdidas podía
hablar con su marido sin sentirse culpable. Como si de ella dependieran la paz y la condi-
ción eterna de la vida humana, como si ella fuera la que se las negaba al ajetreado corazón
con que su marido contendía con la fatalidad.
Emilia se quitó la bata blanca, buscó a Zavalza y se lo dijo igual que si leyera un veredic-
to. Él apretó los labios y le puso una mano en la mejilla, ella cerró los ojos y dio la vuelta.
Casi cuatro semanas después, sin haber logrado consolar ni a sus padres ni a Milagros,
Emilia llegó a San Antonio. Cargaba una valija de gobelino, un maletín lleno de frascos, una
bolsa con dineros de toda la familia, el chelo que un día le regaló el doctor Cuenca y la cer-
teza de que el médico había muerto para obligarla a encontrarse con su hijo.
Saltó del vagón al andén invadido por un olor a galletas con mantequilla. Recién salida
del caos que había tomado su país, y apenas hecho el recorrido por estaciones que cuando
no olían a pólvora apestaban a muerto, Emilia se dejó consentir por aquel aroma y extendió
el ansia de sus ojos en busca de Daniel. Lo descubrió en la distancia y esperó, sin llamarlo,
a que él se acercara. Quiso grabarse su figura buscándola entre la gente. Quiso sentir que
aún podía volver. Quiso darse un último respiro antes de aceptar que otra vez abandonaba
el territorio de la cordura. Luego alzó una mano y la movió de un lado a otro mientras lla-
maba a Daniel diciendo su nombre. En cuanto lo tuvo cerca, se aferró al cuerpo de animal
sitiado que le extendía los brazos.
Lloraron juntos toda una tarde y parte de la noche. Por ellos y por todos, por el sueño
que acuñó el viejo Cuenca, por su mundo perdido y su mundo sin límites, por los asesina-
dos y los asesinos, por la guerra que los separaba y la paz que no sabían buscarse. Des-
pués, la índole de sus cuerpos los hizo revivir. Amanecieron dormidos uno sobre el otro y
estuvieron repitiendo esa ecuación hasta entrado el mediodía.
-No tengo remedio -dijo Emilia recorriendo con sus dedos el camino de huesos que abría
en dos el pecho de Daniel.
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El cielo de los siguientes días los miró caminar en las mañanas a lo largo del río hasta
donde la ciudad terminaba y empezaban los campos bien sembrados y el sabor de la yerba
creciendo sobre la tierra. Emilia conoció a Howard Gardner y lo volvió su cómplice y el tes-
tigo más fiel de sus dichas y ambiciones. Aprendió dónde comprar la mejor mantequilla y
las verduras más tiernas, perdió el miedo a perderse y se acostó todas las noches bajo la
oscuridad agujereada por luceros que cubría el desierto.
-Como para besar -decía Gardner levantando los ojos al despedirse de Daniel.
Emilia fue llenando la casa de plantas y convirtió las dos habitaciones de la pequeña vi-
vienda cercana al río, en un rincón salpicado de cajas y cosas, dentro del que Daniel llegó a
reconocer hasta el olor que imperaba en la Casa de la Estrella. Volver ahí todas las tardes
lo confundía, desnudar a Emilia a cualquier hora era recuperarlo todo de golpe para perder-
lo en cuanto ponía los pies en la calle. Muy pronto, el consuelo de haberla recobrado se
convirtió en nostalgia de todo lo demás.
-Traes a cuestas tu mundo -le dijo una tarde al volver del periódico.
-En cambio tú lo andas dejando en todas partes -contestó Emilia sin levantar los ojos del
libro en que los tenía perdidos.
Daniel se inclinó para besarla y le quitó de las manos el tratado de anatomía que ella se
había propuesto memorizar.
Cada tarde Daniel volvía del periódico acompañado por Howard y una noticia de México
picándole la lengua. Primero un motín en Tlaxcala, después la erupción de un volcán en Co-
lima, luego el principal puerto de Yucatán devastado por un incendio, y un anochecer frío,
llevado por un telégrafo tartamudo pero exacto, el estallido, dentro del ejército, de una
conspiración contra Madero, presidida por los más asiduos representantes de la vieja dic-
tadura.
Como un ventarrón, levantando cosas para luego azotarlas contra el suelo, Daniel em-
pezó a contar los detalles del cuartelazo contra Madero. Iba hablando de presos liberados
por los militares rebeldes, de bombardeos contra civiles, de actos de pánico y barbarie,
mientras metía ropa en una maleta y le participaba a Emilia que a la mañana siguiente vol-
verían a México.
-No podemos quedarnos dichosos y quietos, cuando esto sucede -concluyó. Si él había
acompañado a quienes se levantaron contra Madero por incipiente, lucharía contra quienes
lo traicionaban por reformador.
Con una mirada impávida, Emilia dejó que Daniel hablara y maldijera un buen rato, hicie-
ra planes e imaginara guerras, acordara con Howard la cantidad de envíos semanales que
le haría, los lugares por los que iría en busca de historias, la gente a la que entrevistaría y
los varios periódicos a los cuales Howard se encargaría de vender sus artículos. Luego,
con la misma indiferencia con que Daniel había estado decidiendo sin pedirle su opinión, le
participó que ella no cruzaría la frontera. Aún no acababa de llegar, aún le dolía la memoria
de su viaje en tren a través de un país en destrucción, aún no tenía valor para intentar re-
cuperarlo. Además, alegó, qué caso tendría que Daniel fuera a morirse en una guerra que
ya no se sabía ni para dónde iba ni a quién defendía. Dijo que su madre tenía razón, que la
política saca lo peor de los hombres y que las guerras vuelven poderosos a los peores
hombres. Estaba segura de que Daniel se iría de todos modos, pero que no contara con
arrastrarla de regreso. Le había prometido subir con ella hasta Chicago para conocer al
doctor Arnold Hogan, famoso boticario y médico, con quien Diego Sauri llevaba una meti-
culosa y larga amistad por correspondencia.
-Yo no voy a cambiar de planes. Estoy cansada de ir y venir según el vaivén de tus anto-
jos y los de la república -dijo.
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Hablaba con la jarra del café en una mano y bajo los ojos de cachorro sonriente con que
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