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asegura que en cuanto regreséis no se os acusará de traición y os encerrarán en un castillo? Todavía
sois joven, my Lord, y no sabéis de lo que es capaz esa mala gente.
Kent se echó atrás los rubios cabellos, y respondió:
-Comienzo, my Lord, a conocerlos a mi costa.
-¿Os repugnaría ofreceros como primer rehén con la garantía, naturalmente, de recibir trato
de príncipe? Ahora que se ha perdido Aquitania, y me temo que para siempre, lo que tenemos que
salvar es el reino, y desde aquí lo podemos hacer mejor.
El joven miró con sorpresa a Mortimer.
-Hace dos horas todavía era teniente de mi hermano el rey ¿y me invitáis ya a rebelarme?
-Sin que lo parezca, my Lord, sin que lo parezca. Las grandes acciones se deciden en unos
instantes.
-¿Cuanto tiempo me concedéis?
-No hace ninguna falta, my Lord, puesto que ya habéis decidido.
No fue pequeño el éxito de Roger Mortimer cuando el joven conde Edmundo de Kent, al
sentarse de nuevo a la mesa, anunció que se ofrecía como primer rehén.
Mortimer, inclinándose hacia él, le dijo:
-Ahora tenemos que salvar a vuestra cuñada y prima la reina. Merece nuestro amor, y nos
puede ser de la mayor ayuda.
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Librodot Los Reyes Malditos V La loba de Francia Maurice Druon
SEGUNDA PARTE.
Isabel en amores.
I.
La mesa del Papa Juan.
La iglesia Saint-Agricol acababa de ser enteramente reconstruida. La catedral de Doms, la
iglesia de los Hermanos Menores, la de los Frailes Predicadores y la de los Agustinos habían sido
agrandadas y renovadas. Los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén se habían construido una
magnífica encomienda. Mas allá de la plaza Change se levantaba una nueva capilla a San Antonio,
y se estaban echando los cimientos de la futura iglesia de Saint-Didier.
El conde de Bouville recorría desde hacía una semana Aviñón sin reconocerla, sin encontrar
en ella los recuerdos que había dejado. Cada paseo, cada trayecto le causaba sorpresa y maravilla.
¿Como había podido cambiar tan enteramente de aspecto una ciudad en ocho años?
Porque no sólo eran nuevos santuarios los que habían surgido de la tierra o se les había
remozado la fachada a los antiguos, que mostraban sus flechas, ojivas, rosetones y sus bordados de
piedra blanca, dorados ligeramente por el sol de invierno y por los que silbaba el viento del
Ródano; también por todas partes se elevaban palacios principescos, habitaciones de prelados,
residencias de burgueses enriquecidos, casas de compañías lombardas, almacenes y tiendas. Por
doquier se oía el ruido incesante, parecido a la lluvia, del martillo de los canteros, de millones de
golpes dados por el metal contra la tierna roca y por los cuales se edifican las ciudades. Por todas
partes, una inmensa muchedumbre, apartada frecuentemente por el cortejo de algún cardenal; por
todas partes una muchedumbre activa, vivaz, atareada, que marchaba sobre los cascotes, el serrín y
el polvo calizo. Es signo de riqueza ver los zapatos bordados de los poderosos ensuciarse con los
restos que deja la albañilería.
No, Hugo de Bouville no reconocía nada. El mistral le echaba a los ojos, al mismo tiempo
que el polvo de los trabajos, un constante deslumbramiento. Las tiendas, que se honraban todas con
ser proveedoras del Padre Santo o de las eminencias de su sagrado colegio, rebosaban de las mas
suntuosas mercancías de la tierra: espesos terciopelos, sedas, telas de oro y pesadas pasamanerías,
joyas sacerdotales, cruces pectorales, báculos, anillos, copones, custodias, patenas, además de
platos, cucharas, cubiletes y jarros grabados con las armas cardenalicias, se apiñaban en los
aparadores del sienés Tauro, del comerciante Corboli y del maestro Cachette, todos ellos plateros.
Se necesitaban pintores para decorar todas aquellas naves y bóvedas, aquellos claustros y
salas destinadas a las audiencias; los tres Pedros: Pedro de Puy, Pedro de Carmelere y Pedro
Gaudrac, ayudados por sus numerosos discípulos extendían el oro, azul y carmín y sembraban los
signos del zodiaco alrededor de las escenas de los dos Testamentos. Hacían falta escultores; el
maestro Macciolo de Spoletto tallaba en roble o en nogal las efigies de los santos que después
pintaba o recubría de oro. Y en las calles saludaban con profunda reverencia a un hombre que no
era cardenal, pero que iba siempre escoltado por ayudantes y servidores cargados de toesas y
grandes rollos de vitela. Este hombre era Guillermo de Coucouron, jefe de todos los arquitectos
pontificios, que, desde el año 1317, reconstruía a Aviñón invirtiendo la fabulosa suma de cinco mil
florines de oro.
En esta metrópoli religiosa las mujeres iban mejor vestidas que en cualquier otra parte del
mundo. Era un encanto para la mirada verlas salir de los oficios, atravesar las calles, recorrer las
tiendas, reunirse en plena calle, frívolas y sonrientes, con sus mantos forrados, entre los señores
apresurados y el paso vivo de los clérigos. Algunas de estas damas iban a sus anchas del brazo de
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un canónigo o de un obispo, y ambas faldas avanzaban al compás, barriendo el blanco polvo de las
calles.
El Tesoro de la Iglesia hacía prosperar todas las actividades humanas. Se había tenido que
construir nuevos burdeles y ensanchar el barrio de las prostitutas, ya que no todos los frailes y
frailecillos, clérigos, diáconos y subdiáconos, que frecuentaban a Aviñón tenían que ser
forzosamente santos. Los cónsules habían hecho colgar severas ordenanzas: «Está prohibido a las
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