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Mrs. Penniman comprendió, con prontitud notable, el encanto de aquella fórmula.
-Eso es tan digno de usted... un sentimiento tan noble.
Morris blandió coléricamente su bastón.
-¡Maldición! -dijo con perversidad.
Sin embargo, Mrs. Penniman no se dejó acobardar.
-Puede resultar mejor de lo que usted cree. Catherine es, después de todo, muy peculiar. -Y pensó que era un
deber suyo el asegurarle que, ocurriera lo que ocurriese, la muchacha no armaría ningún escándalo.
Prolongaron su paseo, y mientras tanto, Mrs. Penniman tomó a cargo suyo tantas cosas, que en conjunto
formaban una carga considerable; como se imaginara, Morris se hallaba dispuesto a permitir que ella se
encargase de todo. Pero no se dejó engañar un solo instante por los alegres desatinos de ella; sabía que sólo
podría realizar una parte muy pequeña de lo que había prometido, y cuanto más le ofrecía, más necia la
consideraba:
-¿Qué piensa hacer si no se casa con ella? -se aventuró a preguntar la viuda durante el curso de la
conversación:
-Algo brillante -dijo Morris-. ¿No le gustaría que yo hiciese algo brillante?
La idea proporcionó un gran placer a Mrs. Penniman.
-Me sentiría defraudada si no lo hiciese.
-Tendré que hacerlo, para borrar esto. Este asunto no ha sido nada brillante.
Mrs. Penniman meditó un poco, tratando de descubrir algún medio de decir lo que era; pero no pudo dar con él
y, para cubrir su fracaso, hizo una nueva pregunta:
-¿Se refiere a un nuevo matrimonio?
Morris saludó la pregunta con una reflexión que no por ser inaudible era menos impúdica. ¡Las mujeres son
mucho más rudas que los hombres!
Y en voz alta, repuso:
-¡Nunca!
Mrs. Penniman se sintió decepcionada, y se alivió lanzando una sarcástica risita. Morris era, indudablemente,
perverso:
-Yo renuncio a Catherine, no por otra mujer, sino por una carrera más brillante -anunció Morris.
Aquello era muy noble; pero Mrs. Penniman, que se daba cuenta de su error, sentía un vago rencor.
-¿No piensa venir a verla más? -preguntó con cierta aspereza.
-Oh, no, iré de nuevo; ¿pero qué utilidad hay en prolongar eso? He estado allí cuatro veces desde que Catherine
volvió; y me ha sido muy penoso. No puedo seguir así indefinidamente; tampoco debe esperarlo ella. Una
mujer no debe tener a un hombre dando vueltas -añadió.
-¡Ah, pero deben tener una última despedida! -le apremió su compañera, en cuya imaginación la idea de las
últimas despedidas ocupaba un lugar sólo inferior en dignidad al de los primeros encuentros.
29
Morris vino de nuevo, sin lograr la despedida final; y repitió sus visitas dos veces, sin hallar que Mrs.
Penniman hubiera hecho gran cosa para cubrir de flores su retirada. Aquello era muy torpe, y el joven se sentía
lleno de animosidad contra la tía de Catherine, la cual, como él solía decirse, le había metido en el lío y estaba
obligada a sacarle de él. Para decir la verdad, Mrs. Penniman, en el retiro de sus aposentos - y ante el
espectáculo de Catherine, que por aquellos días tenía el aspecto de una joven exhibiendo su trousseau-, había
medido sus responsabilidades, y se había asustado ante su magnitud. La tarea de preparar a Catherine, y de
facilitar la retirada de Morris, presentaba dificultades, que aumentaban en la ejecución, e incluso llevaron a la
impulsiva Lavinia a preguntarse si la rectificación del proyecto original del joven había sido cancebida por un
espíritu feliz. Un porvenir brillante, una carrera mejor, una conciencia libre del peso de haberse interpuesto
entre una joven y sus derechos naturales. Aquellas cosas excelentes se lograban por medios poco fáciles. De
Catherine, la viuda recibía escasa ayuda; al parecer, la pobre joven no sospechaba el peligro. Miraba los ojos de
su amado con infinita confianza, y aunque tenía en su tía menos fe que en el joven a quien había hecho tantas
promesas, no le daba ningún pretexto para que se explicase ni se confesase. Mrs. Penniman, vacilante, declaró
que Catherine era muy estúpida, y pospuso la gran escena, como ella la llamaba, de día a día, vagando por la
casa, con la bomba sin estallar entre las manos. Las escenas de Morris eran pequeñas hasta entonces; pero aun
así le resultaban superiores a sus fuerzas. El joven hacía sus visitas lo más breves posibies, y cuando se sentaba
con Catherine le costaba trabajo mantener la conversación. Ella esperaba que Morris fijase el día de la boda; y
mientras él no estuviese dispuesto a ser explícito acerca de aquel punto, parecía una burla el tratar de hablar de
materias más abstractas. Catherine no sabía disimular, y no trataba de ocultar su expectación. Esperaba a que
Morris se deciciese; esperaría modesta y pacientemente; y que él no hablase en aquel momento supremo, podría
parecer extraño, pero indudablemente Morris tendría buenas razones para ello. Catherine hubiera sido una
esposa chapada a la antigua, de las que consideran las razones como favores inesperados, y que no esperan
recibirlos diariamente de igual modo que recibir un ramo de camelias. Sin embargo, durante el período de su
compromiso, una joven, aún con las más modestas pretensiones, espera recibir más ramos de flores que en otras
ocasiones; y entonces había tal carencia de perfume en el aire que por fin excitó la alarma de la muchacha.
-¿Estás enfermo? -le preguntó a Morris-. Pareces inquieto y estás pálido.
-No me siento nada bien -dijo Morris; y se le ocurrió que si lograba que Catherine le compadeciese, podría
escapar.
-Me temo que trabajas demasiado; no debías trabajar así.
-Tengo que hacerlo. -Y luego añadió, con cierta brutalidad-: No quiero deberte todo.
-¿Cómo puedes decir eso?
-Soy demasiado orgulloso -dijo Morris.
-Sí, eres demasiado orgulloso.
-Bien, tienes que tomarme como soy -continuó él-, no vas a cambiarme.
-No quiero cambiarte -dijo ella con suavidad-. Te aceptaré tal cual eres. -Y pemaneció en pie, mirándole.
-Ya sabes lo que la gente habla del hombre que se casa con una mujer rica -observó Morris-. Es muy
desagradable.
-Pero yo no soy rica -dijo Catherine.
-Eres lo bastante rica como para que se hable de mí.
-Claro que se habla de ti; pero eso es un honor.
-Un honor del que prescindiría con mucho gusto.
Catherine estuvo a punto de preguntarle si no era una compensación de aquella modestia que la pobre
muchacha que había tenido la desgracia de proporcionársela, le amase tanto y tuviese tanta confianza en él;
pero vaciló pensando que aquellas palabras quizás parecieran elegantes, y mientras ella vacilaba, Morris se
marchó.
Sin embargo, la próxima vez que él vino, Catherine sacó de nuevo a relucir el tema, y le dijo que era
demasiado orgulloso. El repitió que no podía cambiar, y entonces ella sintió el impulso de decir que mediante
un pequeño esfuerzo lo lograría.
A veces Morris pensaba que una pelea con ella le serviría a sus fines; pero la cuestión era pelear con una
muchacha dispuesta a hacer todas aquellas concesiones.
-Me figuro que te crees que todos los esfuerzos son tuyos -comenzó-. ¿No crees que yo también tengo que
hacer esfuerzos?
-Ahora todos son tuyos -dijo ella-. Mis esfuerzos han terminado.
-Bien; los míos, no.
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